Alan Pauls sobre Juan José Saer
Hace poco fui a Rosario a dar una charla y me llevé La mayor para leer en el colectivo. Mi La mayor: la edición original, impresa en España en 1976, ya destripada por el uso y los años. Mi intención era utilitaria: quería releer (para un libro que estoy escribiendo) un textito llamado Balnearios. Apenas lo localicé me quedé mudo (los grandes escritores siempre cortan el habla): ¿quién si no Saer podía empezar un relato así: “Pero en el río las orillas destellan, lentas, como señales: cabrillean”? ¿De qué conversación constante y silenciosa venía esa literatura para darse el lujo de empezar diciendo Pero? De utilitaria, mi intención naufragó en la pasión: releí casi todo el libro (olvidándome en el acto del mío) en las cuatro horas que duró el viaje. Y me di cuenta de que Saer siempre había sido eso para mí: un rumor, una música que, los escuchara o no, les prestara atención o no, fueran actuales o no, siempre seguían sonando para mí en alguna parte, no porque me estuvieran particularmente dirigidos, sino más bien porque yo –el mismo “yo” que ahora, huérfano inconsolable, escribe estas líneas sabiendo que el que las inspira, mi maestro, mi amigo, nunca las leerá– sabía que en ellos siempre podía encontrarme y reconocerme y rejuvenecer. La literatura de Saer siempre me hizo sentir joven: era sangre, sangre pura, alimento, aire, una especie de encarnizamiento artístico en estado puro. Es decir: todo lo que necesitamos para escribir, para pensar, para vivir, y todo lo que cada día hace más falta en el mundo. Saer era un lugar al que yo siempre podía volver. Un lugar hospitalario, sí, pero también exigente, incómodo, ensimismado, como son los lugares que inventan los escritores que escriben absolutamente solos. Yo tenía 16 años cuando, sin conocerlo, le escribí una carta en la que lo ametrallaba a preguntas sobre una de sus novelas, La vuelta completa, que ya entonces debía resultarle increíblemente vieja. Me contestó. Su carta, a la vez halagada, zumbona y peleadora, fue para mí la maqueta perfecta de ese Lugar único que su literatura sería para mí desde entonces. “No aclare porque oscurece”, me acuerdo que me decía, supongo que acorralado por mi juvenil voluntad de arrancarle a un autor la verdad secreta de uno de sus libros. “Qué santafesino”, pensé: “Le pregunto por la estructura de su novela y él me contesta con un dicho de campo”. Persistí, familiarizándome de a poco con ese extraño combate que me proponía y cuyo horizonte parecía prometer siempre la felicidad de la literatura. Con nadie discutí más que con Saer, y con nadie tuve tanto la impresión de que discutir, pelear, eran alardes excitantes y un poco ridículos de una dicha que los recuperaría y olvidaría al mismo tiempo. Saer es la literatura que sigue, que sigue y seguirá incluso a pesar de la muerte de Saer, siempre dando pie a que él u otros puedan empezar a hablar diciendo Pero.
Domingo, 12 de Junio de 2005
Página 12
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8 years ago
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